Rastreando el sentido último del poema (poesía de conocimiento, según reza su
subtítulo), que comienza definiendo reiteradamente cuál no es su tema (No son cosas de viejas / ni de agujas sin ojo o alfileres / sin cabeza. No salta, / como sal en la lumbre, este sencillo / sortilegio, este viejo maleficio.), empecemos tratando de averiguar, pues, lo que no es “Brujas a mediodía”. En primer
lugar el poema «no es cosas de viejas». El autor es claro: se trata de un poema
de brujas que no trata de viejas. La figura retórica que esto representa se denomina
lítote, es decir, se trata de reducir las cosas a su esencia, a alguna
esencia, para bucear en su sentido verdadero, o en su verdadera apariencia, por
el procedimiento irónico de negar lo que no es. Así, si a la bruja le quitas la
edad, la cualidad de vieja, no te queda más que su magia desnuda, representada en este
caso por las malas artes de la
poesía.
El poema, por otra parte, tampoco
predica el costumbrismo lírico de Cabañero, ni el misterioso minimalismo
desnudo de Valente, aunque concierta elementos de ambos (con resonancias quizá
también de “Mujer con alcuza”, acaso el gran poema de Dámaso Alonso). Vemos
en la más importante antología que reúne a estos y otros poetas (García Hortelano: El
grupo poético de los años 50, ed. Taurus, 1978) que la apuesta estética de
Cabañero incurre a menudo en la ramplonería localista y que
la de Valente es demasiado fácilmente arriesgada o, por qué no decirlo, baldíamente evanescente. La ágil melodía de
Rodríguez, en cambio, suena mejor: es el más ambicioso de
los tres, pues logra elevarse sobre los excesos pedestres de uno (para
lo cual no duda en asumir los riesgos prosaicos de este tipo de poesía) y sobre el excesivo
vaciamiento del otro (sin renunciar a sus temas), practicando una original síntesis
unificadora. Pero hay que insistir: no tratamos de glosar ninguna trinidad ni triunvirato;
nos limitamos a señalar puntos de contacto entre tres poetas contemporáneos de los más significativos. Existe en Claudio Rodríguez
sortilegio metafísico, pero sencillo. Existe cotidianidad y elemento popular,
pero veteados de (que no embutidos en) imaginería surrealista. He aquí el que
nos parece su gran recurso; éste puede ser, precisamente,
el trampolín desde el cual el poeta da el gran salto, superando a los otros.
Bousoño en
su manual habla de «búsqueda de la metáfora», de «táctica alegórica y
metafórica», incluso de «sortilegio cósmico». El propio texto poético, sin
embargo, se encarga de matizar dichas afirmaciones. En primer lugar, insistimos, «el sortilegio
es sencillo», según declara al principio Claudio Rodríguez de modo tajante. En
segundo, si «la claridad es estafa, guiños, mejunjes, trémulo carmín»,
también «huele a toca negra y aceitosa, a pura bruja este mediodía de
septiembre». Estamos ante un poema de mentiras pero también de verdades: de
sensaciones. El poeta se nos presenta rodeado de brujas, pero son brujas
diurnas, ni benignas ni malignas; en cualquier caso inofensivas, pues aquel se encuentra tranquilamente
instalado en el mundo, no rodeado de oscuridad amenazante, sino en pleno mediodía, en el aquí y
ahora, en el «presente perpetuo» de Octavio Paz, en el «tiempo eternamente
presente» de Eliot, en el «eterno retorno del minuto» de Guillén, pero, quiere Rodríguez, en concreto, no en abstracto.
En este
poema concreto, por tanto, el autor desvela afanes trascendentes, pero sin ánimo de
convencer, sino de mostrar, deslumbrar, ya sea supersticiosamente. Su concepto del tiempo
no es pasivo ni estático; no se presenta éste muerto, cristalizado; ese mediodía
extraño y puntual se refleja en todo su colorido y viveza, cuajado de imágenes corrientes y molientes (y parcialmente «fantasmagóricas»). El mero hoy «no es nada junto a este
aquelarre de imágenes». No se reta a nuestra inteligencia por medio de términos
abstractos como ‘presente’, ‘eterno’, ‘minuto’, ‘eternamente’; según procedimiento antiguo, para su comprensión se apela
mejor a nuestros sentidos meros. Ese instante fulgura palpitante de imágenes, olores
y sensaciones comunes: ‘manteca’, ‘flor del monte’, ‘caderas de mujer’, ‘cardo’,
‘azafrán’, ‘pimienta’, ‘vino’, y, por tanto, el único hecho crucial, la única
trascendencia, el único sortilegio cósmico parece ser que nosotros «nunca
tocamos la sutura... entre nuestros sentidos y las cosas». ¿Acaso nos importa?
Pero, como
decimos, para comprender esto no es necesario acudir a filosofía alguna que acuda en disfraz
de poesía. Claudio Rodríguez renuncia a la meditación pura (no desdeñable en
poesía si viene embebida de hondura lírica, como en Cernuda, Wallace Stevens o en Eliot) en favor
del sortilegio, de la hechicería que bulle oculta en la humilde casualidad
diaria, en la mera cotidianidad, imprevista aunque suficientemente significativa. Esa hechicería no es más que «una
fina arenilla» (¿como la del reloj de arena?), pero arenilla que ya no es de
río sino de mar. Es la vulgar conciencia del instante que pasa, previniéndonos,
como mucho, de la muerte prometida. ¿Se nos quiere dar gato por liebre, se nos cuela de rondón el triste y mísero «polvo como carne
futura» (quizá acertado eco del gran soneto de amor y muerte de Quevedo, modelo
a imitar de toda metafísica sensible)?
Ahora, a
posteriori, comprendemos quizá el sentido de aquella imagen cuyo brillo antes nos
había deslumbrado: «las ruinas del sol».
En eso se han transformado el descarnado minuto y el alto mediodía de Guillén,
en eso se ha vuelto aquella «claridad sedienta de una forma» que aparecía en el
primer libro de este poeta. Ruinas del sol y «nido con calor nocturno». Brujas a
mediodía, muerte, mentiras, amor, ¿y qué más? Nada más. Lo que hay es lo que
sentimos o percibimos. He aquí el mero y exacto punto de destino de nuestro mágico viaje «hacia el
conocimiento».
(1999)