–“Los crímenes de la calle Morgue” (“The Murders in the Rue
Morgue”, en inglés), cuento policíaco y de terror del
escritor estadounidense Edgar Allan Poe, publicado por primera vez en la
revista Graham’s Magazine, de Filadelfia, en el mes de abril de 1841. Se trata
del primer relato de detectives propiamente dicho de la historia de la
literatura.
Argumento:
Se
produce el bárbaro asesinato de dos mujeres, madre e hija, en un apartamento de
una populosa calle de París. Las primeras investigaciones no dan resultado
alguno, evidenciándose la impotencia de la policía para esclarecer los hechos.
Finalmente se hace cargo del asunto un detective aficionado, M. Dupin, quien tras
intensa y brillante investigación, ofrece una explicación extraordinaria.
Análisis:
“Los
crímenes...”, aparte del primer relato policíaco registrado en la historia de la literatura, es el primer
misterio de habitación cerrada, en el que se reta al lector a explicar un enigma
aparentemente insoluble y planteado en un ámbito muy concreto y delimitado. Los
temas del cuento son dos esencialmente, la brutalidad ciega y su oponente
dialéctico, el raciocinio, o, en un nivel metafórico, las tinieblas y la luz;
y, como en todo relato detectivesco que se precie, esta al final saldrá
triunfante.
Al igual que en otras ocasiones, para su composición el
autor se inspiró libremente en un caso real, así como, se ha apuntado, en el
personaje del inspector de policía parisino Vidocq. Este celebérrimo agente francés de principios del XIX,
pues, estaría detrás del inefable protagonista de “Los crímenes...”, el
detective Monsieur Auguste Dupin, personaje que a su vez, nadie lo pone en
duda, constituye el principal modelo para el Sherlock Holmes de Arthur ConanDoyle.
El relato,
que se cuenta entre los más largos que escribió Poe, es el primero de una serie
que completarán en los años siguientes “El misterio de Marie Rogêt” y “La carta
robada”. Los tres citados, junto con “El escarabajo de oro” (cuento también de
raciocinio, pero de estilo más bien aventurero), evidencian una tendencia muy
acusada en su autor, como es la investigación lógica y analítica.
“Los crímenes…”, en efecto, se abre con una disertación de varias páginas sobre el
tema, que posiblemente en su día llamaría mucho la atención a los lectores de
Graham’s, la revista en que apareció, por centrarse en tema tan novedoso. Para el público en general de la época, las actividades de un detective formaban parte de las de los simples abogados. Poe describía en las primeras líneas del relato la facultad de la inteligencia que caracterizaba a los detectives que acababa de inventar:
«El analista halla su placer en esa actividad del espíritu
consistente en ‘desenredar’».
Paul Valéry destacó por encima de todas esa singularísima capacidad en el
norteamericano: el glorioso intelecto, la inteligencia pura, una de las más
preclaras en la historia del arte, asegura el poeta francés, que Poe
desarrolló de modo extenso y con evidente fruición, principalmente en dos
planos: en este analítico y materialista de sus relatos de detectives y en el
mucho más abstracto y especulativo de sus relatos llamados metafísicos (“El
poder de las palabras”, “El coloquio de Monos y Una”…) y de su poco y mal
comprendida disertación cosmogónica Eureka.
“Los
crímenes de la calle Morgue” es singular, dentro de la obra cuentística de Poe,
porque en él, como en los otros citados, brilla por su ausencia el componente
imaginario y fantasmagórico en el que tanto descolló su autor. «Supongo que bien
puedo decir que ninguno de los dos cree en acontecimientos sobrenaturales»,
declarará Dupin en un momento de su deslumbrante deducción elucidatoria.
Pero en
este relato analítico se aprecia algún matiz diferencial con respecto a los
posteriores. Siendo Poe su responsable, la truculencia morbosa tenía que
aparecer por algún sitio (solo “La carta robada” se muestra limpia e impoluta en
ese sentido), máxime habida cuenta de lo escabroso del tema elegido. Así, el
resultado final, el intenso escalofrío que produce la historia, parece debido
al explosivo cóctel que se nos ofrece y en el que actúan alternativamente el
frío razonamiento inductivo con las dinámicas escenas, aunque sólo sugeridas, de
monstruosa violencia, algunas de las más terroríficas imaginadas por su autor.
La visión paralela, ya lógicamente estática, de las dos mujeres muertas y
mutiladas, captadas en abominables posturas, ha sido profusamente reproducida
en todos los medios gráficos, y solo parece comparable, por la impresión que
produce, a la que remata ese otro portento del espanto que constituye “El gato
negro”.
–“El gato negro” (“The Black Cat”, en inglés) apareció en el
periódico United States Saturday Post, de Philadelphia, en el año 1843. La
crítica lo considera uno de los más espeluznantes de la historia de la
literatura.
Argumento:
Un
joven matrimonio lleva una vida hogareña apacible con su gato, hasta que el
marido empieza a dejarse arrastrar por la bebida. El alcohol le vuelve
irascible y en uno de sus accesos de furia acaba con la vida del animal. La
situación familiar empeora, un segundo gato aparece en escena, llega a declararse un incendio, y los
acontecimientos se precipitan hasta desembocar en un horrendo desenlace.
Análisis:
Imaginemos
que una prestigiosa revista anglosajona, dentro del campo de la literatura
fantástica, encargara a los cien críticos más reputados del medio la confección
de una lista con los mejores cuentos de terror que se han escrito. La relación
final resultante, una vez hechos los fáciles descartes de rigor, no sería tan
larga, y podría incluir, más o menos, las siguientes obras: “El horror de
Dunwich”, de Lovecraft, “El Horla”, de Maupassant, “Un terror sagrado”, de
Ambrose Bierce, “El rincón alegre”, de Henry James, “El enemigo”, de Chéjov, “Té
verde”, de Sheridan Le Fanu, “El armario”, de Thomas Mann, “La pata de mono”,
de W. W. Jacobs, “Silva y acudiré”, de M. R. James, “El guardavías”, de
Dickens, “Las ratas del cementerio”, de Henry Kuttner, “Una rosa para Emily”,
de Faulkner, “El médico rural”, de Kafka, “Las hermanas”, de Joyce, “El fumador
de pipa”, de Martin Armstrong, “El burlado”, de Jack London, “Vinum Sabbati”,
de Arthur Machen, “Janet, ‘cuello torcido’”, de Stevenson, “El Wendigo”, de
Algernon Blackwood, “La casa del juez”, de Bram Stoker, “Casa tomada”, de Julio
Cortázar, y, por qué no, “La balsa”, de Stephen King.
Pero se
descubrió que la lista había sido manipulada por obra de algún maníaco. No
estaba completa. Evidentemente, de entrada, se echaba en falta algún cuento más
de Lovecraft, de Bierce, de Stevenson… Y pronto se descubrió que había un vacío
fundamental: faltaban, al menos, tres de los relatos de Edgar Allan Poe,
pongamos que “La verdad en el caso Valdemar”, “El corazón delator” y “El gato
negro”.
Ahora
habría que suponer qué responderían esos mismos críticos si se les pidiera
además que eligieran, de entre todos ellos, el relato más descaradamente infernal de la historia de la literatura. Hay pocas dudas de que ocho de cada
diez se decantarían por el último de los omitidos.
“El
gato negro” muestra similitudes con casi todos los grandes títulos de su autor,
y esas similitudes recaen precisamente en las mayores virtudes literariamente
horripilantes que lo caracterizaban. Comparte con “La caída de la Casa Usher”
la recreación de los tormentos domésticos, del personaje desquiciado y de su
acelerado descenso a los infiernos. Con “El corazón delator” y “El barril de
amontillado”, el final sorprendente y estremecedor (algo más que estremecedor
en el caso de “El gato negro”), así como el ritmo narrativo hipnotizante y,
con el primero, el desenlace de justicia poética. Con “La verdad en el caso del
Sr. Valdemar”, el contenido espantoso en sí mismo. Con “Berenice”, el obsceno
componente sádico. Con “Los crímenes de la Rue Morgue”, la violencia
bestial.
Es, por
desgracia, además, como “La caída de la Casa Usher”, un relato parcialmente
autobiográfico. No se sabe hasta qué punto: lo es por retratar de algún modo la
“intemperancia” de Poe, así como el triángulo que formaban de hecho, en su
hogar, él mismo, su mujer, Virginia Clemm, y el gato real con el que convivían.
La
dantesca escena final del relato –la recreación más perfecta que se ha urdido,
en el plano simbólico, de aquello a que puede conducir un infierno conyugal–,
en la cual se mezclan a partes iguales los horrores visuales con los auditivos,
es pura materia de pesadilla, y de hecho se trata de una de las preferidas por
los artistas gráficos a la hora de ilustrar los volúmenes de cuentos de Poe.
El héroe del relato es el típico protagonista de Poe,
aunque con mucho el más desgraciado de todos los que imaginó. Con razón señaló
Lovecraft, refiriéndose a dicho protagonista:
«Muchos de sus rasgos parecen derivarse de la propia
psicología de Poe, quien poseía ciertamente mucho de la sensibilidad, de las
locas aspiraciones y del carácter fantástico que atribuye a sus solitarias y
arrogantes víctimas del Destino».
–“La caída de la casa Usher”. (“The Fall of the House of
Usher”, en inglés) es considerado uno de los más importantes de la producción narrativa poeana. Fue
publicado por primera vez en la revista Burton’s Gentleman’s Magazine, en 1839.
Argumento:
Un
joven caballero es invitado al viejo caserón de un amigo de la adolescencia,
Roderick Usher, artista enfermizo y excéntrico que vive completamente recluido
en compañía de su hermana, también delicada de salud. Usher vive presa de una
enfermedad indefinible, lo que hace a todos temer por su vida. La que acaba
muriendo es su hermana. Sus restos mortales son depositados en una cripta, pero
no tardan en producirse terribles acontecimientos que desembocarán en un trágico
final.
Análisis:
Se
trata de la obra que prefiere la crítica en términos generales, y la que el
propio Poe consideraba de las más logradas que había escrito, solamente por
detrás de “Ligeia”. Relato largo, generoso y matizado, es muy literario, por
su densa materia narrativa, por las numerosas citas que contiene, los títulos
de libros y hasta poemas completos como “El palacio encantado”, el cual había sido
publicado separadamente en abril de 1839 en la revista Baltimore Museum.
Se
cuenta entre las más complejas –si cabe tal expresión tratándose de Poe–
historias de su autor, y no sólo atendiendo a las muchas interpretaciones
literarias y psicológicas que de ella cabe extraer (ha sido objeto de decenas
de estudios desde todos los puntos de vista) sino, como decimos, por sus
excesos, literarios (su intenso barroquismo, su eficaz retórica anticuada) y de
todo tipo, como la fantástica recreación de efectos que se logra al combinar alucinógena, metafóricamente, las figuras estilísticas con procesos físicos misteriosos: la personificación, la sinergia, la ósmosis, la sinestesia... El cuento contiene, pues, una gran acumulación de elementos dispares, pero ordenada y sabiamente graduada: todo ello no sirve más que a la vertebración de una larga alegoría de la enfermedad y la muerte. La recargada ambientación y el paisaje, plenos de detalles lóbregos y exangües, nos traen ecos de la novela gótica clásica
(pensemos en Ann Radcliffe, Matthew G. Lewis, Horace Walpole y compañía), pero,
como gran exponente que es del terror psicológico inventado por su autor,
aporta pruebas constantes al mismo tiempo de la originalidad y la genialidad
artística de aquel.
Por
otro lado, como muy bien señala Julio Cortázar, en este cuento los elementos
autobiográficos saltan a la vista como en ningún otro (quizá a excepción de “El
gato negro”): el egotismo morboso, vinculado a una enfermedad nerviosa de
confusa etiología, los rasgos necrofílicos, el sadismo macabro, las relaciones
familiares anormales (de tipo incestuoso), la presencia alucinógena del opio
(combinado estéticamente con cuadros y libros vetustos e interpretaciones
musicales desaforadas).
Pero el
genio de Poe logra amalgamar todo ello en una síntesis armoniosa y fascinante,
y el instrumento de que se vale para ello no es otro que su maestría técnica
sin par. En esto se iguala “La caída de la Casa Usher” con el resto de obras
maestras del autor dentro del género breve: “El corazón delator”, “Los crímenes
de la calle Morgue”, “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”, etc. Siempre
esas cualidades rítmicas y musicales en la estructura y en la propia prosa, la
exquisita finura en el diseño de la curva de interés; el estruendoso clímax
final, a lo grand guignol, al que se accede en el caso que nos ocupa por medio
de un procedimiento contrapuntístico que sería un siglo después muy utilizado
en el cine de suspense: la doble trama confluyente.
En
cuanto al vistoso lienzo final, de proporciones tan majestuosas como terribles,
excede a toda consideración literaria: nos hallamos ante una de las imágenes
más citadas en la historia del género macabro.
(Los tres comentarios los publiqué originalmente en la Wikipedia, en 2006.)
© José L. Fernández Arellano
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